martes, 28 de octubre de 2014

Oscar Sánchez en ¿Hay Derecho?: Corrupción norMAL y síndrome de inmunodeficiencia política

"Lo prioritario no es lo cuantitativo (cuánta cantidad de corrupción aflora), sino lo cualitativo (si funcionan o no los contrapesos democráticos que permiten detectar esa corrupción"
 
¿Hay Derecho?.-Óscar Sánchez.-  La normalidad presenta su amenaza política. Especialmente porque su faz amenazante no se percibe como tal. Quién podría temer ante lo normal: quién podría temer ante lo que acaba percibiéndose como cotidiano, habitual, extendido, previsible, lógico, esperado o inevitable.
 
 Cuando Adorno advirtió que la normalidad era “la enfermedad moral” del siglo XX, nos dejó una advertencia que conserva su vigencia en el XXI.
 
Las frases hechas alimentan acciones… por hacer. Esas frases hechas que subrayan la normalidad de la corrupción, alguna incidencia encerrarán en cuanto a la tolerancia que se le acaba brindando a esa corrupción. El caldo de cultivo que se gesta con palabras (a golpe de tópico y lugar común) presentará su plasmación práctica a través de los hechos. Al fin y al cabo, la primera función de los tópicos es “volvernos normales”: “acomodarnos al grupo, arroparnos con lo que se lleva (…)” (Aurelio Arteta, 2012. Tantos tontos tópicos. Ariel, 
 
Mi país se corrompe lo normal
Algunos estudiosos indican que la corrupción que se vive en España es equiparable a la de otros países de su entorno. Vienen a decir que si nos pusiéramos a comparar cifras, índices, variables y estadísticas, observaríamos un nivel “normal” de corrupción. A mí me cuesta comprender este tipo de afirmaciones. No estoy diciendo que quienes realizan ese diagnóstico estén justificando la corrupción. Tan sólo muestro mi perplejidad, puesto que medir la cantidad de corrupción no nos lleva al meollo del asunto.
 
Por una parte, porque la cantidad de corrupción detectada no nos clarifica la corrupción inadvertida. Pasa algo parecido a lo que sucede con el narcotráfico: los alijos de droga requisados no son el todo de la mercancía entrante.
 
Pero a su vez, convendrá subrayar que lo prioritario no es lo cuantitativo (cuánta cantidad de corrupción aflora), sino lo cualitativo (si funcionan o no los contrapesos democráticos que permiten detectar esa corrupción; y qué respuesta institucional y electoral se le brinda a la corrupción, una vez que ésta ha aflorado).
 
Dicho de otra forma. Dado que lo peor no es la corrupción, sino su impunidad, la mayor alarma debiera brotar cuando constatemos (a) impunidad de partida, (b) impunidad penal y (c) impunidad en las urnas:
 
(a) si en un país han sido erosionados los mecanismos de control y vigilancia (los clásicos checks and balances que caracterizan a toda democracia que se precie), habrá un porcentaje alto de corrupción que ni siquiera llega a visualizarse;
 
(b) si en un país la corrupción acaba saliendo gratis desde el punto de vista judicial, eso denotará el correspondiente deterioro de las instituciones, eso denotará que falla la división de Poderes, eso volverá a denotar, en definitiva, el mal funcionamiento del Estado de Derecho;
 
(c) si en un país la corrupción es votada en las elecciones, eso evidenciará que parte de la ciudadanía ha querido hacerse cómplice de tales manejos. La culpabilidad no será la misma, pero la responsabilidad (en tanto que ciudadanos) nos alcanza a todos.
 
En consecuencia, cabe desmontar esa supuesta normalidad que algunos atisban. Aunque el número de casos de corrupción estuviera en parámetros “normales” (entre comillas); no puede ser normal la existencia de agujeros negros en los que la corrupción resulte inescrutable; y no puede ser normal que la corrupción resulte impune en los tribunales; y no puede ser normal que la corrupción sea votada con el bochornoso alborozo con que ha venido votándose.
Asimismo, tampoco podrá eludirse la (d) impunidad corporativa ni la (e) impunidad mediática:
 
(d)  si en un país, la corrupción es amparada por el partido en el que surgió (o es amparada por el sindicato, patronal, ONG, confesión religiosa, colegio profesional o entidad correspondiente en la que pudiera haber surgido), eso mostraría que no funcionaron los mecanismos de autocontrol propios. Es decir, al margen de que pudieran haber fallado los controles legales externos, también habrían fallado los controles éticos internos (códigos de autorregulación, códigos de buenas prácticas, controles de calidad…). Puede que esos mecanismos internos de supervisión funcionaran hasta una fase, pero si finalmente las señales de alarma se encubren y las responsabilidades no se depuran, la resultante es ese clima de impunidad al que estamos apuntando.

Los medios que respaldan la corrupción
(e) si en un país, ciertos medios de comunicación respaldan la corrupción de los suyos, eso ilustra que no preocupa la corrupción: al menos no tanto como los intereses que llevan a silenciarla. Cuando aludimos a la corrupción de los suyos nos referimos a la de sus afines y comparsas: aquellos a los que el medio de turno se siente ideológicamente cercano y/o aquellos a quienes debe la correspondiente contraprestación (contraprestación por haber recibido, o estar a la espera de recibir, favores para su grupo multimedia). Si ciertos medios se muestran combativos sólo con la corrupción que afecta a los otros (a los que no son próximos o a los que no van a potenciar sus intereses), eso ejemplifica que no preocupa la corrupción, sino el negociado. El respaldo mediático a la corrupción adquirirá variadas formas: desde la minimización de la información incómoda, hasta la directa ocultación de la misma, pasando por todo tipo de tergiversaciones o irracionales explicaciones, para acabar atemperando la gravedad o acabar desembocando en abstractas e injustas generalizaciones (dado que la corrupción está en todos-todísimos… sigamos apostando por los nuestros). Ese sectarismo e interesada pleitesía, esa desinformación y seguidismo, esa renuncia de los medios a su función de contrapoder (tan indispensable para el ejercicio democrático), vuelve a retroalimentar esa impunidad que nos ocupa.
 
Dejadez, pasividad e indiferencia
Al igual que ocurría ante los puntos “a”, “b” y “c”, los puntos “d” y “e” tampoco pueden ser  contemplados con la parsimonia de la normalidad. Por habituales y cotidianas que pudieran ser esas derivas, por supuesto que no cabe catalogarlas como normales desde el punto de vista democrático. Y demos un paso más. Esos ejes que hemos presentado como hipotéticos, en el caso español son hipótesis manifiestamente contrastadas. Esos fenómenos paranormales de la política han sucedido y suceden  en España. Desde luego que sí.
 
Hace unos años, Miguel Lorente publicó un libro titulado Mi marido me pega lo normal (2003. Crítica:  El título refleja ese testimonio de tantas y tantas mujeres que por desgracia habían asumido el maltrato como algo natural y comprensible. Igual que toca seguir dando la batalla para que nunca (en modo alguno y bajo ninguna circunstancia) pueda percibirse con normalidad la violencia machista; también toca seguir dando esa otra batalla referida a la corrupción.
 
Frente a la idea de que “mi país se corrompe lo normal” (y “la democracia se desmorona, pero sin estrépito”; y “el Estado de Derecho se derrumba, pero sin alardes”), frente a esas tristes renuncias, también cabe algo más que dejadez, pasividad e indiferencia.
 
Corrupción hard y soft
La corrupción política es más, mucho más, que meter la mano en la caja. De ahí la división entre corrupción hard y corrupción soft. La primera tiende a estar tipificada. Siempre podrán encontrarse resquicios legales en los que cierta práctica corrupta escapa al Código Penal, pero en principio, dentro de un Estado de Derecho que merezca llevar tal nombre, esa corrupción hard resultará delictiva. Leer+

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