miércoles, 28 de enero de 2015

Manuel Rebollo: Sobre el adelgazamiento de la Administración, sus dietas y sus límites

Ese adelgazamiento, como se encarga de aclarar el Informen CORA, “no es temporal ni siquiera consecuencia última de la crisis

(INAP) Desde hace tiempo, y más intensamente en los últimos años, ya en plena crisis, es casi obsesión de las políticas públicas, en España y fuera de España, el adelgazamiento de la Administración. Las dietas a las que se la somete son las llamadas de la privatización, de la liberalización y de la desregulación, ocasionalmente completadas con otras, como la de la simplificación administrativa. Todas ellas, aplicadas simultáneamente, reducirán el tamaño y la actividad del sector público, el ámbito de los servicios públicos y, finalmente, hasta la extensión e intensidad de las intervenciones administrativas sobre las actividades privadas [. . . ].
 
Por Manuel Rebollo Puig es Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Córdoba.

El artículo se publicó en el número 48 de la Revista El Cronista (Iustel, 2014)
 
1. Desde hace tiempo, y más intensamente en los últimos años, ya en plena crisis, es casi obsesión de las políticas públicas, en España y fuera de España, el adelgazamiento de la Administración. Las dietas a las que se la somete son las llamadas de la privatización, de la liberalización y de la desregulación, ocasionalmente completadas con otras, como la de la simplificación administrativa.
 
Todas ellas, aplicadas simultáneamente, reducirán el tamaño y la actividad del sector público, el ámbito de los servicios públicos y, finalmente, hasta la extensión e intensidad de las intervenciones administrativas sobre las actividades privadas. Ese adelgazamiento, como se encarga de aclarar el Informe emitido este mismo año de 2013 por la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA), “no es temporal ni siquiera consecuencia última de la crisis”. Además, estas dietas se han larvado y aplicado tiempo atrás, por lo menos desde finales del siglo pasado.
 
Pero, ¿cuánto debe adelgazar? ¿por qué y para qué exactamente? ¿a dónde nos conduce esto? ¿a desmontar el Estado social? ¿se trata de volver al Estado liberal y a su Administración mínima? ¿de construir un nuevo modelo?.
 
De eso pretendo ocuparme aquí. No es fácil dar respuesta a esos interrogantes. Hay algo en marcha, pero no sabemos con certeza hacia dónde va. Seguramente sea impredecible, como siempre. Hace un siglo, en 1914, nadie podía imaginar qué le esperaba a la humanidad. Tampoco ahora. Pero al menos pueden esbozarse algunas consideraciones generales con las que enmarcar las cuestiones y ordenar algunas ideas orientadoras. Creo que la mejor forma de hacerlo es ofrecer un panorama, aunque elemental, de la evolución de la misión de las Administraciones públicas en los dos últimos siglos, porque sólo conociendo cómo y por qué creció se puede saber si se puede y debe ahora reducir, en qué medida, en qué facetas, y qué se pierde o gana con ello. Y si hay algo seguro que se pueda extraer de esa visión histórica es que, en esencia, el crecimiento de la actividad administrativa no fue un error ni una casualidad ni el resultado de unas concretas ideologías u opciones políticas. Tal vez el mismo dato de que el punto de partida fue el del liberalismo, que teóricamente conducía a una Administración mínima, resulte revelador.
 
I. La Administración en la teoría y en la realidad del Estado liberal
 2. Por lo pronto, importa aclarar que, contra lo que cabría augurar con una primera y simplista visión, ya el Estado liberal condujo a una Administración potente y con una relativamente amplia actividad.
 
Es cierto, desde luego, que todo el Estado liberal, y no sólo su Administración, tenía fines reducidos presididos en esencia por ofrecer seguridad a los ciudadanos, a la sociedad. No se ocupaba directamente del bienestar y felicidad de las personas. No es que eso le fuese indiferente sino que suponía que tal bienestar y felicidad se conseguiría como resultado de la libre actuación de los individuos que eran considerados autosuficientes. Sobre todo, el mercado libre, con su famosa “mano invisible”, satisfaría las necesidades de cada cual y del conjunto. El no menos célebre “laissez faire, laissez passer; le monde va de lui même” sintetizaba bien el programa del liberalismo y el sesgo del Estado al que aspiraba. Así, las intervenciones públicas en el mercado se consideraban innecesarias y hasta contraproducentes. Estas ideas no sólo marcaron el abstencionismo económico del Estado liberal sino que tiñeron su actuación -o, mejor, su no actuación- en todos los terrenos.
 
Tan importante como lo que no hacía o no debía hacer este Estado, es lo que sí se le atribuía: ante todo, dar seguridad a los ciudadanos en su vida social. Los individuos son autosuficientes, sí; salvo para conseguir esa seguridad. Sólo para lograrla se hizo el contrato social. Esto explicaba no sólo la misión de la Administración sino también del Poder Legislativo y Judicial. Lo que correspondía a estos era la formulación y el sostenimiento del Derecho para dar seguridad a los ciudadanos y a sus relaciones. No sólo lo hacían con el Derecho Penal y otras ramas del Derecho público, sino que antes y sobre todo se trataba de fijar y hacer eficaz el Derecho privado, el de las relaciones entre los individuos, de dar seguridad a éstas y de respaldarlas con la coacción de las leyes y de las sentencias. No es un dato menor el que se considerase, además, que lo que el Estado debía hacer respecto al Derecho privado no era crearlo libremente, inventarlo, sino dar certeza y fuerza al que naturalmente regía a la sociedad civil y a las relaciones entre sus miembros. Desde esta perspectiva el Derecho público, el del Estado, que sí sería un Derecho artificial como artificial era considerado el Estado mismo, se presenta predominantemente como auxiliar y complementario, como el que determina las formas por las que se fija el Derecho privado y se garantiza su respeto.
 
No era misión del Estado, en suma, transformar a la sociedad sino dejar que se desarrollase por sí misma, libre y espontáneamente. Sólo le incumbía garantizar las condiciones -el orden- en que fuese posible ese desarrollo natural de la sociedad, el de cada uno de sus miembros, para que pudiera dar sus frutos.
 
El programa económico, por así decirlo, consistía en consagrar y garantizar el más amplio concepto de propiedad y de la libertad de industria, comercio y oficio, suprimiendo todas las trabas del Antiguo Régimen. En tanto que esas trabas eran numerosísimas, la nueva política económica podía considerarse liberalizadora y, hasta si se quiere decir así, desreguladora. Cosa distinta era el comercio exterior, condicionado por una política aduanera no sólo con fines fiscales sino normalmente de protección de la producción nacional. Pero prescindiendo de ello, aquellos derechos individuales reducían drásticamente la actuación administrativa. Las libertades de industria, comercio y oficio no tenían más límites que el orden público; y la propiedad, convertida en el derecho del titular de hacer cuanto le conviniere, incluía la facultad de cercarla (antes limitadísima para permitir el pastoreo de otros), la de cazar y pescar “durante todo el año sin sujeción a regla alguna”, talar árboles, cultivar lo que se le acomode y cambiar de cultivo y arrendar o no a quien quisiere en las condiciones que pactaren.
 
3. En ese conjunto, al Poder Ejecutivo y a su Administración sólo le correspondía, además de lo necesario para la ejecución de esas pocas leyes que lo necesitaban y la de las sentencias, la defensa exterior y garantizar el orden público en el interior, orden público que es trasunto de esa idea más abstracta y más amplia de seguridad, fin de todo el Estado. Esta preservación del orden público es la que marcó su carácter. Naturalmente, la opción por una Administración con ese fin no era fruto de una decisión coyuntural y secundaria ni, menos aun, del simple propósito de que resultara barata, sino que encontraba su fundamento en lo más profundo de la filosofía y del pensamiento político liberal, en los postulados del liberalismo económico y en sus construcciones jurídicas. También concordaba con las preocupaciones de la época y con los intereses de la burguesía emergente que, tras periodos convulsos, quería y necesitaba seguridad y orden. Todo ello, con una armonía admirable, explicaba que no se atribuyera a la Administración casi ninguna otra misión que no fuese la preservación del orden; pero, al mismo tiempo, que esa misión se considerase capital y se le confiase con amplitud y muchos poderes. Leer+

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