domingo, 5 de abril de 2015

Una ocasión perdida: La Ley Reguladora del Alto Cargo (AGE)

"Provéanse los cargos de confianza en los hombres de mayor mérito (…) y todas las ramas de la Administración (serán) dirigidas con tanto acierto como lo permitan las circunstancias nacionales y el grado de cultura moral e intelectual del país” (John Stuart Mill)

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Rafael Jiménez Asensio. Blog La Mirada Institucional.- En el marco de las aireadas medidas de “regeneración democrática” se ha publicado en el BOE de 31 de marzo la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado. Su ámbito de aplicación se extiende a los altos cargos y asimilados del sector público estatal de aquellas entidades que se citan, no incluyendo a los miembros de los gabinetes.
 
Su incidencia se limita, por tanto, a ese nivel de gobierno, pero por remisión (aunque no clarificada en la propia Ley) también se debe entender de aplicación a los supuestos que se prevé expresamente en la Ley de Bases de Régimen Local, que reenvía en algunos casos a la regulación de la Ley 5/2006, que esta Ley deroga expresamente. Primer problema.
 
Este nuevo marco normativo regula, en particular, tres ámbitos materiales en los que introduce novedades mayores o menores, según los casos: a) Nombramiento y ejercicio del alto cargo; b) Régimen de conflictos de intereses e incompatibilidades; y c) Una nueva regulación de la Oficina de Conflicto de Intereses.
 
Por lo que afecta al nombramiento de los altos cargos las novedades son, en principio, cosméticas. No hay un ápice de profesionalización de las estructuras directivas, pues no cabe entender por tal la reserva de algunos de esos niveles a su cobertura por funcionarios del Grupo de Clasificación A1, cosa que ya hacía la LOFAGE. Cierto es que se abre una ventana de esperanza por la remisión a que, de acuerdo con al artículo 1.6, “podrá” ser otra Ley la que prevea “requisitos adicionales para acceder a determinados cargos de la AGE para los que sean precisas cualificaciones profesionales”. ¿Está incluida esa previsión para profesionalizar el nombramiento de las estructuras directivas? Silencio absoluto. Si no se ha hecho ahora, nada indica que se haga después. Una Ley que ya no se aprobará en esta legislatura y me temo que tampoco en la siguiente. Portugal ya ha profesionalizado esos niveles, nosotros mirando hacia otro lado.
 
Por lo demás, exigir “honorabilidad” y “debida formación y experiencia en la materia” para nombrar a un alto cargo es pura retórica. No hay ningún medio de acreditación de las competencias requeridas para el desempeño de tales puestos, ni siquiera se habla en ningún momento de “competencias”. Lenguaje viejo, soluciones caducas. Todo lo más se indica que se valorarán la formación y la experiencia (¿cómo?, ¿por quién?), así como se determinan (de forma más precisa) cuáles son las causas en las que no concurre la exigida honorabilidad.
 
Todo el sistema de nombramiento se cierra con la exigencia de que el alto cargo deba suscribir una declaración responsable en la que manifieste que cumple los criterios de idoneidad y que no incurre en ninguna causa que afecte a su honorabilidad. Si no fuera porque está en la Ley, cabría pensar que es una broma. Quien es nombrado dice que lo es de acuerdo con las exigencias del puesto que nadie especifica. Solo el posible incumplimiento de las causas de no honorabilidad podría tener algún sentido vinculado con el régimen disciplinario que se prevé.

Oficina de Conflictos de Intereses
En la regulación del ejercicio del alto cargo tampoco mejoran las cosas. Aparte de un reenvío a lo dispuesto en la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, en lo que afecta al buen gobierno, así como de derogar expresamente el Código de Buen Gobierno de 2005, los principios en los que se enmarca el ejercicio de esa actividad de alto cargo no se articulan con ningún Sistema de Integridad Institucional, salvo en lo que concierne a las actividades de seguimiento y control de una Oficina de Conflicto de Intereses que, si bien se eleva de rango y se establece un procedimiento de nombramiento de su titular, sigue careciendo del carácter de órgano independiente y está lejos de configurarse como una pieza de un inexistente Marco de Integridad Institucional, que el legislador estatal ha sido incapaz de construir.
 
Los promotores de esta Ley (altos cuerpos del Estado) siguen fiándolo todo al “BOE” y al régimen disciplinario, desconociendo que muchas de las actuaciones públicas de los denominados altos cargos deben encuadrarse más bien en un marco de Integridad Institucional del que es una pieza sustantiva un Código Ético y de Conducta, como así se acredita en los países más avanzados de nuestro entorno. Tal vez, debían abrir un poco las ventanas al exterior. Aquí, en cambio, “la solución” es derogar el Código que ya existía (aunque de carácter “decorativo”) y fiarlo todo a una Ley y a unas sanciones, que nunca se aplican.
 
Esta Ley sigue anclada en los viejos esquemas del sistema de incompatibilidades, remozado con las nuevas exigencias de regular más detalladamente los conflictos de intereses. En este último punto la Ley mejora algunos aspectos del régimen anterior (definición más depurada de lo que es un conflicto de intereses, inclusión de un impracticable sistema de alerta temprana, algunas exigencias procedimentales, etc.), pero toda esa regulación no deja de apuntalar un edificio antiguo que amenaza ruina. Soluciones viejas para problemas nuevos.
 
Ciertamente, se ha perdido una magnífica oportunidad para establecer un conjunto de reglas que articularan un procedimiento profesionalizado en la designación de los altos cargos de perfil nítidamente directivo en la AGE y en las entidades de su sector público, así como para construir de forma efectiva un Sistema de Integridad Institucional coherente y completo (ahondado la línea que inició el Gobierno Vasco), que previera la aprobación de Códigos Éticos y de Conducta con un modelo de seguimiento real por medio de un órgano dotado de independencia funcional real y alejado de las “garras” del Gobierno o de cualquiera de sus Ministerios.
 
La confianza de los ciudadanos en sus instituciones no se logra con ejercicios de cosmética vía Boletín Oficial del Estado. Una vez perdida aquella recuperarla requiere mucho tiempo, medidas creíbles y coraje, así como una institucionalidad coherente y efectiva. Todo esto, desgraciadamente, falta en el modelo que recoge la Ley 3/2015. ¿Tendrán que pasar otros nueve años para que la próxima reforma de los altos cargos nos homologue a las democracias avanzadas en este punto? No creo que la sociedad aguante tanta distracción. La argucia de “marear la perdiz” ya no funciona.

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