martes, 28 de julio de 2015

Códigos de conducta e integridad institucional. Un eje central de la política futura

La corrupción sitúa en peligro los valores mismos del sistema: la democracia es golpeada en el corazón” (D. Della Porta, Y. Mény, “Démocratie et corrupción en Europe”, La Découverte, 1995, p. 13)


“Nadie está obligado a ocupar puestos directivos o a hacer carrera política. Cabe presumir que quien accede a alguno de estos cargos lo hace por propia voluntad y acepta implícitamente unos determinados estándares de diligencia. Ello explicaría por qué a los políticos se les suele demandar una conducta, pública y privada, más escrupulosa que a los ciudadanos comunes”  (L. M. Díez-Picazo, “La criminalidad de los gobernantes”, Crítica, 1996, p. 28)

RafaeL Jiménez Asensio. La Mirada Institucional.- Conforme la política y el ámbito de lo público se han visto sumidos en una cadena de escándalos de corrupción, la revalorización de la conducta de los gobernantes, directivos y funcionarios ha pasado a ocupar un lugar estelar en las estrategias de las estructuras gubernamentales que apuestan por la Buena Gobernanza. Sin embargo, esa estrategia por la renovación moral de lo público dista mucho entre nosotros aún de ser general y, más todavía, de ser sincera; esto es, de interiorizarse como un elemento central del funcionamiento cotidiano de la política y de la propia función pública.

En la mayor parte de los países de la OCDE que se han implicado seriamente en la construcción de Sistemas de Integridad Institucional, el proceso siempre se ha iniciado por lo común de forma reactiva (es decir, como respuesta a una cadena de casos de corrupción que han erosionado la confianza de los ciudadanos en sus instituciones) y, asimismo, a través de la construcción de Sistemas o Marcos de integridad Institucional (Villoria, 2012).

En los distintos niveles de gobierno que pueblan este país, a pesar de la fuerte presión externa que supone la multiplicación de casos de corrupción y la caída en picado de la legitimidad de las instituciones por parte de la ciudadanía, apenas se ha conseguido impulsar ese eje central de la política de Buena Gobernanza como es la Integridad Institucional. Es verdad que hay algunas excepciones singulares, que se sitúan en el ámbito del Gobierno Vasco y en alguna diputación foral y de régimen común o en unos pocos ayuntamientos. Pero se trata de casos singulares.

La regla general que ofrece la clase gobernante frente a este fenómeno es la incomprensión frente a la necesidad de impulsar tales sistemas de integridad institucional. No perciben, cosa insólita, “el coste moral”, por emplear la expresión de Pizzorno, que tiene la corrupción sobre la propia política. Eso se llama no ver la “viga” en el ojo propio.

En la función pública, por ejemplo, el EBEP fue pionero en la apuesta por introducir un Código Ético en el empleo público, pero se equivocó de instrumento, pues la Ley (por su rigidez formal) no es el medio adecuado para tal empeño. En todo caso, tras más de ocho años de “vigencia”, sus mandatos han pasado sin pena ni gloria; esto es, sin efecto alguno. Tampoco las Comunidades Autónomas han avanzado un ápice en esa larga tarea de ejemplificar la función pública y reforzar sus valores. Es algo que ni se comprende ni al parecer interesa realmente a quienes con más ceguera que mirada institucional nos gobiernan en estos días. Se equivocan. Tiempo tendrán de comprobarlo.

La alta administración (cargos públicos directivos) ofreció una ventana de esperanza cuando en 2005 el entonces Ministerio de Administraciones Públicas, liderado a la sazón por Jordi Sevilla, se sumó a la corriente de vanguardia de la OCDE y aprobó un Código de Buen Gobierno para altos cargos. Han pasado diez años desde esa fecha y el Código se quedó desde sus inicios en letra muerta (no se aplicó de forma efectiva). Hace unos meses, la Ley 3/2015, del estatuto del alto cargo, lo remató por completo, al establecer (con una miopía política innegable) su derogación plena. La confianza que muestra el gobierno central en la Ley es un ejemplo de lo poco que entienden los altos funcionarios metidos a políticos sobre la evolución actual de este problema. Bastaba una mera ojeada al exterior para observar lo que hacen otras democracias avanzadas (valga como ejemplo el caso francés y el Informe Nadal de enero de 2015 entregado al Presidente de la República).

Y la política (partidos y estructuras similares) se ha visto invadida de Códigos éticos y de conducta con la finalidad espuria de “salvar” su (pésima) imagen a ojos de la ciudadanía. Todos los partidos o movimientos políticos sin excepción se han dotado de Códigos de conducta que airean tales declaraciones de valores y principios como ejemplo de su cambio de actitud ante el manejo de la cosa pública. Pero, en verdad, no son sino un síntoma más de una impostura. Apenas hay internalización de valores y mucho menos asunción plena de las normas de conducta en su quehacer cotidiano. Nada de sistemas de seguimiento y, en su caso, sanción. Se trata de mera coreografía, que todo lo más limita mandatos, sueldos o bastardea aún más la ya zarandeada clase política. Suscrito el código algunos no tienen empacho de nombrar cargos o asesores a sus propios familiares o amigos. No han entendido nada o nada han querido entender.

En el ámbito local de gobierno, la FEMP aprobó recientemente (marzo 2015) un nuevo Código de Conducta y Buen gobierno. Mejora sustancialmente el anterior, pero sigue sin dar el paso al establecimiento de un auténtico Sistema de Integridad Institucional, puesto que orilla la configuración de un modelo de difusión de los Valores, Principios y normas de conducta, así como prescinde de crear un auténtico marco de seguimiento, evaluación y control a través de una Comisión de Ética, que dirima los dilemas deontológicos, siente criterio, depure responsabilidades y mejore día a día la aplicación de ese Código. También en el espacio local de gobierno Euskadi, a través de EUDEL, fue pionera de la puesta en marcha de sistemas de integridad institucional, aún no completados. Cataluña, por su parte, ha aprobado recientemente una Ley de Transparencia que obliga a que todos los entes locales se doten de un Código de Conducta, pero solo aplicables a “altos cargos”. Una buena oportunidad para avanzar en la implantación de ese Marco de integridad institucional antes expuesto.

Algunos otros municipios y diputaciones si que han aprobado Códigos de conducta, pero solo -al igual que el de la FEMP- para “políticos” o “directivos”. Parece como si la integridad institucional estuviera garantizada en el resto de la administración pública, lo que está muy lejos de ser realidad, aunque no pocos lo pretendan.

En el ámbito autonómico son de resaltar hasta ahora las soluciones institucionales propuestas primero por el Gobierno Vasco y más tarde por la Xunta de Galicia. La primera es, con mucho, la más desarrollada, como hemos señalado en otras ocasiones. El modelo Xunta es más imperfecto desde la perspectiva de su diseño institucional de seguimiento, aún así contiene aspectos de interés (su detalle y ámbito de aplicación). La Generalitat de Cataluña, por su parte, debería aprobar en breve un Código de Conducta por exigencia de la ya citada Ley de transparencia (ley 19/2914). Ya dispone de un Código de Buenas prácticas de altos cargos, pero meramente retórico. El resto de Comunidades Autónomas deberán mover ficha, si no lo han hecho ya. Pero no basta con aprobar Códigos si estos no vienen acompañados de sistemas de integridad institucional.

Y de la Administración General del Estado mejor no hablar. El aireado estatuto del alto cargo de 2015 es un paso atrás en un proceso iniciado (y nunca desarrollado) en los años 2005 y 2007. Los altos cuerpos del Estado (abogacía del Estado, principalmente) han impuesto su limitado criterio de que la Ley tiene también efectos taumatúrgicos sobre la conducta de los gobernantes y de sus funcionarios. Algo que las democracias avanzadas, inclusive las de tradición francófona, hace tiempo que han descartado. A pesar de todas las exigencias legales (declaración de idoneidad, registro de bienes e intereses, etc.), no se ha dado ni un solo paso en la buena dirección de configurar ese necesario Sistema de Integridad Institucional con una autoridad independiente ( o, al menos, “no dependiente”) que garantice la plena aplicabilidad de un Código de Conducta, que sencillamente en el Estado ni existe ya, pues el de 2005 ha sido derogado y no se prevé su sustitución por ningún otro.

En un sistema institucional en el que los valores se convierten en retórica fácil, en el que los controles institucionales son formales, inadecuados, tardíos y sin exigencias reales de responsabilidad (o muy esporádicas), la imperiosa necesidad de construir Sistemas de Integridad Institucional debería ser una prioridad política que, desgraciadamente, solo unos pocos gobernantes han conseguido ver como reto efectivo de los próximos años. No se dan cuenta que, como señaló Innerarity, los votantes cada vez confían más en la integridad personal de los candidatos que en sus ampulosos y siempre incumplidos programas electorales de los partidos que los promueven.

Algo está cambiando profundamente en el panorama institucional y todavía hay un sinfín de políticos que no se entera de nada. La inercia es el peor enemigo de la innovación o de la mejora continua, también en las instituciones. Al menos cabe constatar que hay algunos gobernantes que sí se han percatado de esa necesidad. Algo es algo. Una señal de esperanza, en un panorama hasta ahora ciertamente sombrío.


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