miércoles, 22 de febrero de 2017

M. Sánchez Morón: ¿Deben suprimirse las Diputaciones?

La controversia sobre las Diputaciones no es una novedad. Ahora, sin embargo, la posición crítica está más extendida y cuenta con más argumentos que nunca en pro de su desaparición. Por eso ha sido asumida ya en algunos programas electorales y pactos de gobierno entre partidos, como el que firmaron en el mes de marzo de 2016 el PSOE y Ciudadanos. Conviene analizar por qué.

Miguel Sánchez Morón*. Inap.--De entre el amplio panorama de nuestras instituciones públicas, pleno de entidades y órganos administrativos, probablemente no hay otra más controvertida que las Diputaciones Provinciales (*).

La controversia sobre las Diputaciones no es una novedad. En unos momentos más, en otros menos, siempre las ha acompañado desde su nacimiento. Ahora, sin embargo, la posición crítica está más extendida y cuenta con más argumentos que nunca en pro de su desaparición. Por eso ha sido asumida ya en algunos programas electorales y pactos de gobierno entre partidos, como el que firmaron en el mes de marzo de 2016 el PSOE y Ciudadanos. Conviene analizar por qué.

Como se recordará, la Diputación Provincial es una institución prevista por la Constitución de Cádiz de 1812 para la administración del territorio y creada efectivamente en España en 1833, cuando se generalizó la división provincial que hoy conocemos, que sustituía a otras circunscripciones históricas. El modelo era similar al del departamento francés instituido por la Revolución y difundido en otros países europeos - aunque nuestra división provincial procuró tener en cuenta los vínculos históricos- y respondía a la filosofía propia del Estado liberal de la época: un esquema de administración uniforme en todo el territorio para asegurar la igualdad de derechos y promover al tiempo la prosperidad de cada provincia.

Cuentan los historiadores (1) que la división provincial y la creación de las Diputaciones no tuvieron, en un principio, la misma aceptación en todo el país. Bien recibidas en los territorios del antiguo Reino de Castilla, fueron objeto de recelo en Cataluña y otros territorios de la antigua Corona de Aragón, más apegados a sus instituciones tradicionales –sobrejuntarías y veguerías-, y también en el País Vasco y Navarra, defensores de sus instituciones forales. Además, la nueva organización territorial del Estado excluía cualquier reconocimiento oficial de los antiguos reinos, principados y regiones peninsulares.

Dejando de lado ahora la división provincial establecida, y limitándonos a la vertiente institucional, hay que recordar también que en aquel momento inicial la Diputación era simplemente una corporación de notables representativa de los ayuntamientos, a su vez elegidos por sufragio censitario, con funciones meramente deliberativas y presidida por un jefe político o Gobernador Civil nombrado por el Gobierno central, única autoridad a la que se conferían poderes ejecutivos.

De ahí que, en palabras de VICENS VIVES, la provincia y sus instituciones fueran percibidas, al menos en los territorios no castellanos, como “la quintaesencia del liberalismo centralizado” (2). Tan solo en el País Vasco y Navarra la situación evolucionó de diferente modo, pues una vez finalizadas las guerras carlistas y a consecuencia de ellas, las Diputaciones absorbieron las instituciones forales (o viceversa), confundiéndose con éstas, lo que deparó a las Diputaciones Forales un régimen de mayor autonomía, mayores competencias y mayores recursos económicos, que, con el paréntesis del período franquista para algunas de ellas, ha llegado hasta nuestros días.

Origen político para controlar a los municipios
En el resto del territorio, las Diputaciones Provinciales no se concibieron como administraciones prestadoras de servicios públicos a los ciudadanos. Ni siquiera esencialmente como instituciones de fomento de la riqueza y el desarrollo provincial. Podían haberlo sido, de haberse aplicado la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias de 23 de junio de 1823 –que tuvo muy escasa vigencia, en diferentes momentos del siglo XIX- o las pretensiones de JAVIER DE BURGOS, plasmadas sucintamente las Instrucciones anejas al Real Decreto de la Reina Gobernadora de 30 de noviembre de 1833. Más bien fueron instituciones de naturaleza política, mediante las que se llevaba a cabo el control político y económico de los municipios y se aseguraba la vinculación de las “fuerzas vivas” de la provincia al Gobierno central. Las Diputaciones y el Gobernador Civil a su frente se convirtieron pronto en pieza esencial de la maquinaria caciquil de la época, fuente de prebendas y de favores en el reparto de los presupuestos públicos.

Eso sí, dicho sistema de administración territorial favoreció decisivamente el desarrollo de una red de ciudades capitales que articulaba el territorio circundante, puesto que se constituyeron en centros de relaciones políticas y económicas y en sedes de una burocracia en expansión.

Solo desde finales del siglo XIX –en concreto desde la Ley Provincial de 20 de agosto de 1870- se intentó dotar a esa institución de otro carácter, asignándole de manera efectiva algunas competencias propias, como la construcción y mantenimiento de las carreteras secundarias y otras obras públicas provinciales, la creación y el sostenimiento de los establecimientos que entonces se denominaban de beneficencia y que, con el tiempo, configurarían una red provincial de hospitales públicos (entre otras cosas), o el sostenimiento de establecimientos de instrucción secundaria. Pero no se pasó de ahí. Al contrario, en el sistema político real de la Restauración siguió primando de manera absoluta la función de control político del territorio y, en particular, de los ayuntamientos.

Así lo expresaría más tarde la Exposición de Motivos del Estatuto Provincial de 20 de marzo de 1925, que resume de manera crítica la primera etapa histórica de las instituciones provinciales:

“Fruto de legislador, nacieron con detrimento de una cuasi milenaria división en reinos que vivificó gran parte de la historia de España. Sin duda por esto, no les faltaron detractores desde los primeros tiempos (). Y bien pronto hubieron de unirse a las diatribas sugeridas por su origen, las inspiradas en la labor de sus órganos rectores. Las Diputaciones, en efecto, salvo honrosas excepciones, forzadas a vivir en penuria económicamente lamentable, solo abordaron con amplitud la tarea política: esclavos de ella, trocáronse de tutores en verdugos de la vida municipal, sirvieron de refugio a desaforadas pasiones oligárquicas y diseminaron la gangrena del caciquismo en los más apartados rincones y lugares del país. No es de extrañar, por tanto, que en torno a las Diputaciones se haya tejido en muchas provincias una atmósfera mefítica vigorosamente pasional y hostil”.

De hecho es el Estatuto de 1925, que apenas tendría vigencia por sí mismo, la norma que cambia pro futuro la concepción sustantiva de la institución provincial. Definida como “institución contingente, no inexcusable, destinada a complementar y estimular las energías municipales”, su labor esencial constituye desde entonces el apoyo y asistencia a los municipios en el ejercicio de sus funciones y en la prestación de los servicios públicos, pues, en palabras del propio Estatuto, no hay una diferencia sustancial entre las competencias municipales y provinciales, sino que “la diferencia está en el grado, en la órbita”.

La historia posterior podía haber sido, no obstante, diferente a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando, al igual que ya sucedía en otros Estados europeos, empezó a desplegarse en el nuestro un extenso aparato administrativo en consonancia con el modelo de desarrollo económico que entonces se impulsaba, en el que el intervencionismo público cobró renovado protagonismo. En ese período, bajo el régimen franquista, se mantuvo la circunscripción provincial para la administración del territorio. Pero lo que se potenció fue la Administración periférica propia del Estado en las provincias, es decir, las delegaciones ministeriales y las llamadas Comisiones Provinciales de Servicios Técnicos, no los servicios de las Diputaciones Provinciales, que siguieron estancados en sus funciones tradicionales: carreteras y caminos locales, hospitales, algunos servicios sociales y actividades de fomento. La Diputación no creció como administración local, sino que siguió predominando en ella la vertiente política, convertida en baluarte de los cuadros locales del Movimiento.

Dados los precedentes y como escribió GARCÍA DE ENTERRÍA, “en el momento de la redacción de la Constitución [de 1978] podría y, más firmemente, debería, sin duda alguna, haberse planteado la magna cuestión de la posición de la provincia, y aun de su misma subsistencia, dentro del esquema territorial que la Constitución quería establecer” (3). Sin embargo, la garantía de la provincia como entidad local y de las Diputaciones o instituciones representativas de la misma en el texto constitucional y hasta la misma rigidez con que se protege la división provincial existente, solo se explica –aparte de por los planteamientos de los partidos mayoritarios- porque el Título VIII no generalizó la creación de las Comunidades Autónomas, sino que trazó un sistema abierto y de resultado incierto, que permitía justificar la pervivencia de la provincia como única institución supramunicipal existente en todo el territorio del Estado.

Cuando poco después de aprobada la Constitución sí se generalizó el mapa autonómico, quedó sin sostén esa justificación. No solo eso, sino que la Diputación Provincial dejó de existir en una parte del territorio, sustituida por las Comunidades uniprovinciales y los Cabildos y Consejos insulares o, de nuevo, por las Diputaciones Forales de los Territorios Históricos vascos, todos ellos gobiernos y administraciones territoriales mucho más fuertes, con mayores competencias y recursos y políticamente más genuinos e influyentes, al ser de elección directa. Por su parte, el Parlamento de Cataluña pretendió vaciarlas de contenido, mediante una Ley “de transferencia urgente y plena de las competencias de las Diputaciones a la Generalitat”, anulada tempranamente por el Tribunal Constitucional en STC 32/1981, de 28 de julio. Mientras, en la Comunidad Valenciana se trató –con escaso éxito a la larga- de someterlas a una férrea coordinación y control autonómico –opción validada por el Tribunal Constitucional en STC 27/1987, de 27 de febrero-; y en Cataluña y Aragón (así como en El Bierzo) se ha aprobado una nueva división comarcal, difícilmente compatible en términos de economía y eficacia administrativas con el nivel provincial de gobierno.

Aun así, los Pactos Autonómicos de 1981, que se aprobaron sobre la base del informe de la Comisión GARCÍA DE ENTERRÍA, pretendieron insuflar nueva vida en las Diputaciones Provinciales, toda vez que estaban garantizadas por la Constitución, proponiendo que les fuera encomendada la gestión administrativa ordinaria de las competencias de las Comunidades Autónomas en el territorio, de manera similar, por cierto, a como se preveía en la Constitución italiana de 1947, que también mantenía la provincia junto a las nuevas regiones como estructura de la organización territorial de la República. Se trataba con ello de aprovechar la organización y experiencia de la administración provincial por las nacientes Comunidades, ahorrando el esfuerzo económico y organizativo de construir nuevas y voluminosas administraciones regionales. De hecho, esa propuesta se recogió en la mayoría de los Estatutos de Autonomía de las Comunidades pluriprovinciales que se aprobaron seguidamente. Pero, al igual que en Italia, no se llevó nunca a la práctica, pues también las Comunidades Autónomas, como antes el Estado, prefirieron desarrollar su propia red administrativa territorial mediante delegaciones y servicios provinciales de las Consejerías. Es más, la administración autonómica absorbió gradualmente los servicios sanitarios de competencia provincial en sus propios Servicios de Salud y, en unas Comunidades más en otras menos, fue asimismo haciéndose cargo de otras funciones –carreteras y obras públicas, servicios sociales, etc.- antaño desempeñadas como propias por las Diputaciones Provinciales.

"Cascarón vacio", según  Muñoz Machado
En consecuencia la Diputación Provincial, subsistente solo en parte del territorio nacional, ha quedado relegada a un papel muy secundario en el conjunto de nuestro sistema administrativo, dentro del actual marco constitucional: un “cascarón vacío”, en palabras de S. MUÑOZ MACHADO, que ha recordado recientemente P. ESCRIBANO (4). En realidad, su única función importante es la asistencia financiera y técnica a los pequeños municipios. Y esa fue, en efecto, la única competencia concreta y específicamente definida como propia de la provincia en la Ley de Bases del Régimen Local de 1985 y la que contemplan la mayoría de leyes autonómicas sobre administración local.

Bien entendido que no se trata ni siquiera de una función exclusiva y excluyente, pues también las Comunidades Autónomas y el propio Estado colaboran de diversa manera al sostenimiento económico y la prestación de los servicios municipales. Inclusive en alguna Comunidad Autónoma como Cataluña, el instrumento de cooperación con los municipios por antonomasia, que son los planes de obras y servicios, se aprueba por la Comunidad Autónoma (Plan Único de Obras y Servicios de Cataluña) –opción aceptada por la jurisprudencia constitucional (STC 109/1998, de 21 de mayo)-, mientras que en otra de vocación más provincialista, como es Castilla y León, corresponde al Gobierno regional la coordinación de tales planes provinciales, fijando de manera vinculante los objetivos y prioridades a que deben responder (Ley 2/2011, de 4 de marzo). Solo esta Comunidad Autónoma, por cierto, ha transferido a las Diputaciones Provinciales el ejercicio de algunas competencias administrativas de titularidad autonómica y mantiene al menos un Consejo de Provincias de carácter consultivo. En otras legislaciones autonómicas, por ejemplo la andaluza (Ley 5/2010, de 11 de junio, de autonomía local), el papel de las Diputaciones aparece mucho más difuminado y no se prevén transferencias a las mismas de servicios de titularidad autonómica, sin perjuicio de la posibilidad de delegación, harto infrecuente en la práctica.

Una administración pública sin espacio propio
La dificultad de la institución provincial para escapar a ese destino, es decir, para revertir ese proceso histórico de decadencia, ha quedado demostrada una vez más de manera reciente, en el proceso de aprobación y de aplicación de la última reforma del régimen local general, la que se ha plasmado en la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL), Ley 27/2013, de 12 de diciembre de 2013. En atención a los objetivos de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera de la administración local, se intentó atribuir a las Diputaciones Provinciales la prestación de una serie de servicios municipales básicos en los municipios de menos de 20.000 habitantes. A medida que progresaba la iniciativa legislativa, esa responsabilidad de prestación de servicios se redujo a una más indefinida facultad de coordinación y, en último extremo, mediante fórmulas que cuenten “con la conformidad de los municipios afectados” (art. 26.2 LBRL), de manera que son los municipios los que decidirán si sus servicios se prestan por las Diputaciones u otras entidades supramunicipales o no. De momento, a los tres años de aprobada la Ley, no conozco que en ninguna provincia existan planes o proyectos para organizar la prestación de esos servicios básicos a nivel provincial. En este punto, como en otros de la misma Ley, la última reforma local parece abocada al fracaso. Al fin y al cabo las Diputaciones Provinciales son instituciones por así decir emparedadas entre otras dos políticamente más fuertes y socialmente más reconocidas, que defienden celosamente su propia esfera de competencias.

Pues bien, hay que preguntarse si la pervivencia de esa única función relevante que es la cooperación y asistencia a los pequeños municipios - el solo núcleo indisponible por el legislador definitorio de su autonomía, conforme a la jurisprudencia constitucional-, justifica pro futuro el mantenimiento de la institución. Naturalmente, se trata de una consideración de lege ferenda, más precisamente de constitutione ferenda, pues es obvio que la eventual supresión de las Diputaciones Provinciales pasa necesariamente por la reforma de los artículos 137 y 141 de la CE.

A este respecto conviene tener en cuenta también algunos datos. Pese a que aquélla es su única competencia propia específica en todo el territorio en el que existen, los ingresos medios de las Diputaciones Provinciales, según el último Informe del Tribunal de Cuentas sobre el gasto público local, ascienden a más de 150 millones de euros (5). En total –incluyendo las Diputaciones Forales, que cuentan ciertamente con más recursos que las ordinarias, como se ha dicho- sumarían más de 6.200 millones de euros, una cantidad considerable, que equivale aproximadamente al 12 por 100 de los ingresos de las administraciones locales.

Claro está que no todo ello va a parar a la cooperación municipal. En virtud de sus competencias mucho más abstractas de “prestación de servicios públicos de carácter supramunicipal” y sobre todo de “fomento del desarrollo económico y social” de la provincia, las Diputaciones prestan algunos servicios, sobre todo de carácter social o cultural, y particularmente distribuyen ayudas y subvenciones entre organizaciones sociales, entidades y empresas locales. Lo hacen normalmente con un amplio margen de discrecionalidad, pues no son funciones que tengan una regulación estricta por regla general. En el ejercicio de esas funciones la tentación clientelar es fuerte, sin duda. Las informaciones de prensa que aluden a prácticas clientelares de algunos célebres Presidentes de Diputación (por ejemplo, en Galicia), por no hablar de los procesos judiciales en que otros se han visto involucrados (por ejemplo, los recientes Presidentes de las tres Diputaciones valencianas), no hacen sino confirmarlo.

De otra parte, las Diputaciones Provinciales son corporaciones formadas por representación indirecta, lo que significa en la práctica que su composición se decide, mucho más que por los ciudadanos, por las direcciones de los partidos políticos, en particular de los grandes partidos, que son los que pueden sumar un número suficiente de votos en diferentes municipios para obtener representación en la Diputación. Son las direcciones de los partidos las que distribuyen los cargos de Diputado Provincial, en número aproximado a los mil, con gran libertad de criterio.

Prácticas clientelares
A ello que hay que sumar otros tantos cargos de confianza, como asesores eventuales o dirigentes de empresas, organismos o fundaciones dependientes de las Diputaciones, que también las hay. No fueron, por cierto, tímidas muchas de las Diputaciones en el nombramiento de cargos de confianza, como han demostrado algunos estudios (6), y aun hoy la Ley citada 27/2013 (LRSAL) les permite contar con personal eventual en número igual al del municipio más poblado de la provincia, cuando lo cierto es que aquéllas desempeñan muchas menos funciones que éstos.

De otra parte, según los últimos datos publicados del Registro Central de Personal (enero de 2016), hay más de 61.000 empleados en las Diputaciones Provinciales y Forales y Cabildos y Consejos Insulares, de lo que puede deducirse que el personal al servicio de las primeras no debe bajar de los 50.000. De hecho, el gasto en materia de personal de las mismas, según el Tribunal de Cuentas, supera los 1.800 millones de euros, lo que representa casi el 30 por 100 del gasto total de las Diputaciones.

¿Es realmente necesario todo ese aparato político-administrativo, todo es volumen de ingresos y todo ese gasto de personal para prestar la función de cooperación y asistencia a los pequeños municipios y unas cuantas funciones complementarias?

No me resisto aquí a recordar algo que me viene a la cabeza cuando yo mismo me hago esa pregunta. No hace mucho tiempo hube de realizar un informe jurídico sobre una cuestión de empleo público que me planteó una Diputación Provincial, para lo cual me fue preciso analizar la Relación de Puestos de Trabajo de esa corporación. Además del personal técnico y los funcionarios de diferente rango que es lógico presuponer al servicio de una administración semejante –en número no escaso, pues pasaba de los mil efectivos-, me sorprendió la inclusión en nómina de otra serie de puestos de trabajo variopintos, a saber: 7 cocineros y 8 ayudantes de cocina, 4 puestos de costurero/a, 14 puestos de lavandera-planchador/a, otros de peluquero/a, carpintero, pintor, electricista calefactor y electricista climatizador, varios más de oficiales de impresión, un puesto de “guardador” (no se sabe de qué), 36 puestos de peones más otros 4 de peones de vivero, etc. Aunque no pretendo caricaturizar ni elevar la anécdota a la condición de categoría, me parece que son datos suficientemente reveladores de la condición de las Diputaciones como instituciones “empleadoras”, en el sentido más literal de la expresión.

No se trata, por otra parte, de empleo cualquiera sino de ese tipo que los sindicatos suelen denominar “de calidad”, es decir, con muchos derechos y menos obligaciones. Al efecto puedo señalar también cómo el argumento central de la reivindicación de un nuevo complemento de carrera por parte de los empleados de una Comunidad Autónoma para la que recientemente he elaborado otro informe era el agravio comparativo con las retribuciones de los empleados de las Diputaciones Provinciales y su pretensión de equiparse a éstos, mucho mejor retribuidos. Y, por supuesto, estamos hablando de empleos estables por regla generalísima, hasta el punto de que algunas de las corporaciones provinciales han sido sensibles en años pasados a la demandas de “funcionarización” de todo su personal, de manera casi automática. Significativo es al respecto que, en sendas sentencias de 3 de marzo y 26 de mayo de 2014, relativas a las Diputaciones de Granada y Jaén, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, con sede en Granada, haya tenido que declarar lo siguiente: “La funcionarización no puede encontrar su razón de ser en satisfacer los intereses de quienes ocupan los puestos o en homogeneizar su régimen jurídico, sino en el mejor servicio público y la gestión administrativa”. En definitiva, en estos y probablemente en otros casos, las corporaciones provinciales parecen haber sido más proclives que otras administraciones a asumir las exigencias de sus empleados, con independencia de otras consideraciones.

Llegados a este punto, conviene preguntarse a qué o a quién beneficia hoy en día la subsistencia de las Diputaciones Provinciales. Por parte de quienes las defienden suele apelarse más que nada a la asistencia que prestan a los pequeños municipios, que es imprescindible para que éstos puedan prestar en condiciones los servicios de su competencia. Sin duda, esos pequeños municipios necesitan asistencia financiera y técnica. Pero no es imprescindible que les llegue de una Diputación Provincial. Esa función puede prestarse perfectamente por las Comunidades Autónomas, como ya sucede en parte, en su caso a través de sus servicios territoriales o periféricos. Es más, debería organizarse y regularse como una función propiamente administrativa, sometida a criterios exclusivamente técnicos y de legalidad, claros y transparentes, además de eficientes, y no a criterios de discrecionalidad política, ni siquiera mínimamente. Obviamente para eso –para asistir técnica y económicamente a los municipios o aprobar planes de cooperación a las obras y servicios municipales- no se precisa de un nivel de gobierno local diferenciado.

También es necesario para el buen funcionamiento de la administración local organizar la supramunicipalidad, es decir, la prestación conjunta de algunos servicios municipales, sea en el ámbito rural como en el urbano. Pero ese fin nunca o casi nunca lo ha cumplido la Diputación Provincial, sino otras instituciones como las mancomunidades y los consorcios, o algunas áreas metropolitanas. Seguramente para ello el ámbito territorial de nuestras provincias, relativamente extensas, no es siquiera el más idóneo. El fracaso de la LRSAL en este aspecto lo evidencia una vez más.

Tampoco son necesarias las Diputaciones para la vertebración del territorio, pues una cosa es que desaparezca la Diputación y otra distinta que quede abolida la provincia como circunscripción administrativa de los servicios territoriales del Estado y de las Comunidades Autónomas, algo que en este momento nadie plantea. Ello aparte de la configuración de la provincia como circunscripción electoral, que no puede cambiarse sin otro pacto constitucional, seguramente más complejo.

A mi modo de ver, en realidad el mantenimiento de las Diputaciones a quien más ha beneficiado y beneficia es a los partidos políticos. Por un lado les permite ese reparto de cargos entre militantes y afines que, como sabemos, les es consustancial (7). De otro lado, la estructura provincial y el sistema de representación indirecta atribuye a los aparatos de partido un poder evidente para organizar sus jerarquías: promover algunas carreras políticas, premiar otras en su etapa final, recompensar fidelidades... Además se viene a otorgar a los designados para tales cargos la facultad de manejar un presupuesto considerable, sin la responsabilidad correlativa de organizar ni prestar grandes servicios públicos al ciudadano. Un gasto público que consiste casi por entero en nóminas, transferencias y subvenciones y que, por así decir, es menos “visible” para el conjunto de la ciudadanía.

Obviamente, el mantenimiento de las Diputaciones favorece también a los beneficiarios de ese gasto: desde los numerosos empleados a su servicio, pasando por aquellas entidades y organizaciones normalmente dependientes de los presupuestos públicos –los llamados agentes sociales y algunas organizaciones no gubernamentales- hasta empresas e iniciativas de carácter local, de muy variada naturaleza. No puede extrañar por ello que para una parte significativa de la opinión pública las Diputaciones se perciban hoy como “la quintaesencia del clientelismo”. Si a ello se añade la necesidad, cada vez más acuciante, de controlar el gasto público, eliminar duplicidades, incrementar la eficacia y eficiencia del aparato administrativo en su conjunto, tampoco puede extrañar que la supresión de las Diputaciones Provinciales se defienda por cada vez más estudiosos de la administración –economistas, juristas, politólogos- y que haya llegado a los programas de algunos partidos de ámbito nacional.

Queda, sin embargo, un factor ineludible, que en muchos casos subyace a los planteamientos favorables a la subsistencia de las Diputaciones Provinciales. Me refiero al factor emocional, identitario, que no cabe confundir simplemente con la defensa de las tradiciones o la nostalgia de las instituciones de otro tiempo. Hay, es verdad, un sentimiento provincialista –que no provinciano, como supo distinguir ORTEGA y GASSET (8)-, relativamente extendido entre personas de diferentes ideologías, que hoy en día recela de los nuevos centralismos autonómicos; un sentimiento sin duda arraigado sobre todo en provincias y ciudades distintas a la capital autonómica (y entre quienes han nacido en ellas), que considera, sin excesiva argumentación, y que sostiene, a veces de manera apasionada, que la Diputación Provincial es también un dique frente a la primacía de aquéllas –Sevilla, Toledo, Valladolid, Zaragoza-. Sabemos la importancia que este factor emocional tiene en la política y más aún en un país como el nuestro. Y por ello no puede dejar de tenerse en cuenta para arbitrar una solución.

Eliminar las provincial como AA.LL
Lo que ocurre es que el sentimiento provincialista no es el mismo en todas las Comunidades Autónomas, como ha sucedido desde antaño. Tampoco las Diputaciones gozan de la misma aceptación ahora, tras casi cuatro décadas de experiencia constitucional, marcados por una práctica partidocrática que ha entrado en una crisis aguda. Por ello y en último extremo, lo que cabe plantear es eliminar la referencia a las provincias como administraciones locales en el texto de la Constitución, como ya propuso por cierto el Consejo de Estado en su conocido Informe sobre “Modificaciones de la Constitución Española” de 2006 (9). Ello sin perjuicio de que aquellas Comunidades Autónomas que quieran conservarlas, por tradición o por la extensión de su territorio u otras razones, puedan hacerlo con sus propios recursos o los de los municipios de la provincia, de la misma manera que crean y regulan las comarcas o las áreas metropolitanas, pues ésa debe ser al fin y al cabo su competencia.

La supresión de la provincia como ente local garantizado por la Constitución, que por cierto y no por casualidad, figura en la reforma constitucional que va a someterse a referéndum en Italia en diciembre de 2016, no solo procede, a mi juicio, porque son una fuente innecesaria de gasto público y de clientelismo político y porque no gozan de aceptación por igual en todo el territorio nacional. De llevarse a cabo, constituiría un signo, quizá el primero, de que la reforma de las instituciones y del viejo aparato político-administrativo es posible, como demandan los tiempos y un número creciente de ciudadanos.

NOTAS:
(*). El texto recoge la conferencia pronunciada por el autor en la Universidad de Granada el día 16 de noviembre de 2016, al que se han añadido algunas notas y una pequeña actualización.

(1). En particular, J. Lalinde Abadía, “El orto de la provincia constitucional en España”, en R. Gómez-Ferrer Morant (dir.), La provincia en el sistema constitucional, Madrid, Civitas, 1991, p. 508 ss.

(2). La cita corresponde a su obra Aproximación a la historia de España y la tomo de S. Martín Retortillo, Descentralización administrativa y organización política, Alfaguara, Madrid, 1973, I, p. 87.

(3). “La provincia en la Constitución”, en R. Gómez-Ferrer, La provincia, cit., p.5.

(4). S. Muñoz Machado, Derecho Público de las Comunidades Autónomas, 2ª ed, Iustel Madrid, 2007, II, p. 245; P. Escribano Collado, “Provincias y Diputaciones: una polémica sin proyecto institucional”, en Memorial para la reforma del Estado. Estudios en homenaje al Prof. Santiago Muñoz Machado, Madrid, CEPC, 2016, II, p. 2003.

(5). Informe de Fiscalización del Sector Público local, ejercicio de 2014, núm. 1.163, de 30 de junio de 2016.

(6). Véase, de manera ilustrativa, A. Serrano Pascual, El personal de confianza política de las entidades locales, La ley-El Consultor, Madrid, 2010. Aunque existe una gran variedad de situaciones, se refiere en el Anexo V de la obra cómo numerosas Diputaciones Provinciales contaban en los años 2008 o 2009 con más de cincuenta o sesenta puestos de personal eventual, por lo general Asesores o Secretarios de los Grupos Políticos o Diputados. La palma se la llevaba la Diputación Provincial de Málaga, con 74 puestos de personal eventual en 2008. El mismo número tenía la Diputación Provincial de Alicante en 2010, según información de El País, de fecha 14 de junio de 2010.

(7). Sobre ello, por todos, R. Blanco Valdés, Los partidos políticos, Tecnos, Madrid, 1990, y G. Sartori, Partidos y sistemas de partidos, 2ª ed., Alianza, Madrid, 2005. Ambos recogen los análisis clásicos de Michels y Max Weber sobre el particular.

(8). “La redención de las provincias”, en Obras completas, Alianza, Madrid, XI, 1983, en particular pp. 233 ss.

(9). Informe E 1/2005, de 16 de febrero de 2006, Parte IV, ap. 5.4: “ sería necesario () introducir una modificación más profunda que, manteniendo la universalidad de la provincia como forma de división territorial para el funcionamiento de la Administración General del Estado, no le atribuyese necesariamente la naturaleza de entidad local con personalidad y autonomía”.


Miguel Sánchez Morón es Catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de Alcalá
El artículo se publicó en el número 65 de la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho (Iustel, enero 2017)

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