lunes, 6 de marzo de 2017

Asesores, reglas de oro de un -discutido- oficio

De todos sus consejeros exigía Bismarck brevedad al hablar y sencillez al escribir” (E. Ludwig, Bismarck. Historia de un luchador, Barcelona, 1951, p. 425)

Rafael Jiménez Asensio. La Mirada Institucional.- Una de las figuras institucionales más desconocida y con peor imagen pública del panorama político español es, sin duda, la de asesor. Siempre he defendido –también en otras entradas de este Blog- la necesidad de que tanto los presidentes y gobiernos (de cualquier nivel) como los grupos parlamentarios (o grupos políticos locales), así como el resto de instituciones públicas, dispongan de una nómina de asesores que, como una suerte de “estado mayor”, refuercen la compleja actividad política, fortalezcan su discurso y doten de visión, estrategia y orientación a las diferentes personas que ejercen responsabilidades públicas de primer nivel. Sin embargo, el mal uso generalizado de esta figura pone las cosas difíciles a los que defendemos la imperiosa necesidad de su existencia.

En efecto, la figura de los asesores se utiliza con frecuencia por los partidos políticos para pagar servicios prestados o recolocar a quienes ya no se sabe dónde meter. También es muy frecuente este recurso para situar a jóvenes e inexpertas promesas en la parrilla de salida con el fin de que inicien un cursus honorum en política. Si bien, debo reconocer que no siempre es así: hay también casos de asesores con perfiles profesionales acreditados (y algunos de ellos han jugado papeles de notable relieve en la política), así como también hay asesores con experiencia y conocimientos en tales ámbitos. Pero no son la regla. Al menos, en algunos niveles de gobierno.

Esa tendencia choca con la existente en las democracias avanzadas, en las que el asesoramiento político se lleva a cabo por estructuras altamente cualificadas. Ser asesor de la Presidencia, de un Ministerio del gobierno central o de un nivel federal o local, requiere amplia experiencia o, cuando menos, sólidos y comprobados conocimientos. Es el salto que existe entre instituciones democráticas consolidadas y otras (como buena parte de las existentes en España) que se encuadran como una Administración pública –según recordara Fukuyama- de corte patrimonial o “personalizado” (Orden y decadencia de la política, Deusto, 2016). O, si se prefiere, como una expresión más de lo que Carlos Sebastián denominó también recientemente como el “Estado neopatrimonial” (España estancada. Por qué somos poco eficientes, Galaxia Gutenberg, 2016, p. 110).

Pero para enmarcar correctamente este tema, aunque sea remontarse en el tiempo, me quiero detener en la figura de Bismarck, pues  las reflexiones de este gran estadista sobre el papel de sus consejeros o asesores están marcadas de modernidad y representan una excelente síntesis sobre cuál su función en los procesos de decisión política. Sorprende, en primer lugar, que Bismarck (político conservador de honda huella) se rodeara incluso para tales tareas de asesoramiento de alguna persona proveniente de la bancada radical. También sorprende que, con una función pública tan profesionalizada como era la prusiana, viera la necesidad de dotarse de asesores personales. Realmente percibió con claridad que eran dos funciones distintas. Por ejemplo, uno de sus más sobresalientes asesores o consejeros fue Bucher, diputado radical, que huyó a Londres, donde vivió diez años de exilio. A su retorno, ya con cincuenta años y enorme experiencia, Bismarck “compró su excelente pluma”. Tal como se dijo, sus dotes de concisión lapidaria a la hora de utilizar la palabra o la letra se adaptaban perfectamente a las exigencias del canciller: el sentimentalismo al hablar y los superlativos al escribir estaban prohibidos.

El contexto de trabajo de los asesores era descrito perfectamente por Tiedemann (otro de sus asesores “favoritos”) como frenético: “Todo se hacía al galope, para ningún trabajo había el necesario sosiego, y hasta los más fuertes nervios se agotaban”. El autocontrol y un marco cognitivo experto ayudan en tan complejo medio de trabajo. Un “novel inexperto” o un “sénior quemado” no pueden dar lo que la política necesita en esos críticos momentos.

Bismarck dictó, al respecto, “tres reglas de oro” para el buen ejercicio de la función asesora:

1ª) Cuanto más breve sea la palabra tanto mayor es su efecto”.
2ª) “No hay asunto, por muy enredado que esté, cuya esencia no pueda entresacarse con pocas palabras”. Rechazaba por extensos los informes de cinco páginas.
3ª) Y, sobre proyectos de ley de larga extensión o complejidad, “se le tenía que informar en diez minutos, aunque la preparación costase horas de trabajo”.

Algunas de estas reglas forman parte hoy en día de la práctica ordinaria de algunos de los gabinetes de políticos y, también, están reflejadas en documentos del Senior Civil Service, donde se recomienda que los directivos “proporcionen (a sus ministros) información clara,  simple y concisa”. Son reglas de sentido común, por lo común poco ejercidas o, en su caso, de forma insuficiente o no con la destreza necesaria. Y eso es un hándicap para la propia política.

Profesionales
No obstante, detrás de esas “reglas de oro” está un largo proceso de formación previa y de experiencia de tales consejeros, del que se nutre inteligentemente el político para adoptar medidas o tomar decisiones críticas que den respuesta a los problemas efectivos que se hayan de resolver. Para lograr esos objetivos (no se olvide) “políticos”, se necesitan asesores con largo trazado profesional y excelentes cualidades en el uso de la comunicación, especialmente escrita. Eso no lo puede hacer un recién llegado ni tampoco quien se le ha ubicado en ese lugar porque no hay otro sitio donde se le pueda colocar. Tampoco sirven los “gabinetes de comunicación”, pensados para otra cosa: ensalzar o publicitar la personalidad del líder y la acción de gobierno. Esos gabinetes, por lo común, no trabajan proyectos legislativos, tampoco atienden los requerimientos parlamentarios, ni piensan escenarios o consecuencias. No es su función, ni las personas que los componen tienen, en principio, conocimientos para ello.

Sin asesores políticos de verdad, el político está huérfano o en la soledad más absoluta o, peor aún, ayuno de ideas y de discurso. En el duro y complicado mundo de la política –conforme también señaló Bismarck, “cada hombre debe hacerse a sí mismo”, pero el apoyo de determinados consejeros es también parte de su éxito. Pues, de lo contrario, aislado y sin relato, el político transita como alma en pena por el mandato; publicitando banalidades o promesas vacuas. Dicho en términos más llanos: “vendiendo peines”. Algo que prolifera por doquier.

Tal vez sería oportuno que nuestros gobernantes –si no lo aplican ya- algo aprendieran de estas reglas “de oro” antes citadas y, sobre todo, fueran capaces de una vez por todas de  rodearse  de personas idóneas (y no de “palmeros”, aduladores o “amigos del partido”) para ejercer esa importante función.  Lo dijo hace varios siglos –sin irnos más lejos- el valenciano Furió i Ceriol (El Concejo y los Consejeros del príncipe, Tecnos, 1993):   “Por ninguna manera del mundo se elija a un ‘consejero’ sin que haga primero examen de su habilidad y suficiencia”. Algo elemental. Sorprende que la miopía política imperante en la actualidad lo ignore de forma tan supina en gran parte de los casos, pues no solo sería bueno para ellos (los políticos) y sus partidos, sino también para las propias instituciones y para la ciudadanía.

Todo es cuestión, sin duda, de percepciones. Y probablemente la (mala) política piense que ningún daño real le hacen tales asesores que no asesoran, pues son inocuos para sus fines reales y calman las ansias de puestos públicos de sus clientelas. O, como narraba magistralmente Galdós (pues poco, al parecer, hemos aprendido desde entonces), con el reparto de tales nombramientos o “credenciales” se lograba satisfacer, así, a algunos de “los innumerables pretendientes, que se alzaban sobre las puntas de los pies y alargaban los brazos para alcanzar más pronto la felicidad” (Episodios Nacionales. O’Donnell, Alianza/Hernando, 1979, p. 21).


Pero, insisto, esas discutibles prácticas olvidan las nefastas consecuencias que pueden tener tales nombramientos, también para los propios políticos. Una excelente reflexión del insuperable Montaigne nos sirve de cierre: “No siempre se cae uno de las alturas; las hay de las que se puede descender sin caer” (Ensayos, Crítica, 2003, p. 887). Quizás esto último les haga pensar. Bueno sería.

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