Por Carles Ramió.- Blog EsPúblico.- El vínculo jurídico de los empleados públicos es proceloso:
funcionarios, laborales, interinos, laborales temporales e incluso personal
becario. A ellos hay que añadir los puestos de carácter político como son los
altos cargos y los eventuales.
Actualmente la distribución de los vínculos
profesionales es totalmente caótica dando lugar a que puestos de trabajo con
las mismas competencias sean ocupados arbitrariamente por funcionarios,
laborales, interinos o laborales temporales. Es decir, profesionales que desempeñan
exactamente la misma función pero que poseen derechos, obligaciones y
expectativas muy diferentes y, en su mayoría, injustificadas. El modelo viene a
representar una matriz con dos dimensiones: personal funcionario versus
personal laboral y personal fijo versus personal temporal. Ambas
dimensiones no están ordenadas: idénticos perfiles profesionales tanto para
funcionarios como para laborales, y personal temporal (como es el caso de los
interinos) que a pesar de ser excepcional en volumen y tiempo hay
administraciones públicas que poseen más del 25 por ciento de sus empleados que
son interinos y un número nada despreciable de los mismos tiene más de 20 años
de permanencia en la interinidad. Solo la Administración pública admite
oxímoros como un interino que, en la práctica, es permanente. Esta mezcla y
desorden de vínculos jurídicos injustificados es el resultado de no poseer
ningún modelo conceptual y de recibir el impacto de modas, con filias y fobias,
de cada momento histórico. Es obvio que la Administración pública del presente
y del futuro debe ser mucho más ordenada a nivel de vínculos jurídicos
siguiendo los siguientes cinco principios:
Un volumen muy reducido de personal con un estatuto especial
(funcionarios): ser funcionario implica poseer un estatuto especial, con
derechos y obligaciones distintas al del resto de los empleados. Para que se
pueda aplicar un régimen especial debería argumentarse mediante elementos
profundos y muy bien justificados. Es errónea esta la concepción clásica de que
lo usual es que en la Administración pública trabajen funcionarios y, en
cambio, excepcional que existan laborales. Lo normal debería ser justo lo
inverso: en la Administración pública, al igual que en el sector privado, prestan
sus servicios el personal laboral y solo para situaciones excepcionales, en las
que se requiere de una protección especial, deben ser ocupados por
funcionarios. Para que un puesto de trabajo sea catalogado como de funcionario
debería implicar uno de estos dos requisitos: a) puestos de trabajo asociados a
funciones de autoridad (jueces, fiscales, policía, fuerzas armadas, personal
penitenciario, inspectores de hacienda, etc.); b) puestos de trabajo que están
muy próximos o adheridos a los puestos de carácter político de la
Administración y que , por tanto, deben gozar de una protección especial para
evitar la discrecionalidad, la arbitrariedad y las tendencias clientelares
potencialmente asociados al poder de carácter político. Estos funcionarios, la
mayoría puestos de elevado nivel y de mando en la estructura administrativa
(también puestos de carácter auxiliar que ejercen funciones de secretaria
administrativa o similar de apoyo a los cargos políticos) deben estar
protegidos para que puedan defender sus posiciones técnicas y de neutralidad
institucional. Los puestos de trabajo que se encuentren dentro de estos
dos supuestos deben ser ocupados por funcionarios y el resto por laborales.
Esta distribución implicaría que al menos el 80 por ciento de los empleados
públicos deberían ser laborales y solo un reducido segmento funcionarios. No
tiene ningún sentido, por ejemplo, que el personal sanitario o docente sean
funcionarios (estatutarios y funcionarios docentes) ya que estos colectivos ni
ejercen funciones de autoridad (vinculados a las competencias de soberanía y de
coerción de la Administración pública) y, además, están totalmente alejados de
los puestos de carácter político.
Laborales vs funcionarios
La gran mayoría de los empleados públicos deberían ser
laborales: el punto anterior supone que la mayoría de los empleados públicos
deberían ser personal laboral. En este caso habría que aprovechar toda la
flexibilidad que aporta la regulación laboral de los trabajadores sin ningún
tipo de cortapisa previa que limitara esta elasticidad. Es decir, un tipo de
empleados que tanto en la teoría como en la práctica tendrían idénticos
derechos y obligaciones que los trabajadores del sector privado. A nadie se le
escapa las ventajas de esta opción para la organización de la Administración pública
a la hora de redefinir plantillas y reasignar al personal en función de las
necesidades de cada momento. No hay que renunciar a ningún elemento de
plasticidad organizativa que aporta el régimen laboral. Al contrario, hay que
aprovecharlo en aras a la eficacia y a la eficiencia de las políticas y de los
servicios públicos. De esta manera la Administración pública podría trabajar
por proyectos sin ningún tipo de problema ni de cortapisa. Este colectivo solo
tendría dos características especiales y distinticas con relación al sector
privado por prestar sus servicios en la Administración pública: primera, el
proceso selectivo sería totalmente meritocrático y, por tanto, basado en los
principios de igualdad, capacidad y mérito. La segunda especificidad no sería
formal sino tácita: la estabilidad de facto en el empleo. En el mundo laboral
contemporáneo el gran problema es la estabilidad en el empleo (durante el año
2017 el 25 por ciento de los contratos laborales tuvieron una duración de una
semana o menos) pero el sector público, mucho más estable y menos contingente
en términos absolutos, puede garantizar en la práctica una estabilidad de
carácter casi vitalicia. Este sería el gran aliciente para que perfiles
profesionales más competitivos accedieran a superar un proceso público de
carácter meritocrático. No se trata en absoluto de mimetizar la actual
estabilidad de carácter mineral del personal laboral público.
El nuevo personal
laboral estará sujeto a las contingencias (funciones anacrónicas que implican la
supresión de determinados puestos de trabajo, despidos en situaciones muy
excepcionales de crisis como la iniciada en el 2008, robotización, etc.) del
mismo modo que un empleado del sector privado. Pero a nadie se le escapa que
las situaciones de despido por motivos exógenos suelen ser en la Administración
pública muy excepcionales y de carácter muy reducido. Obvio que queda la puerta
abierta a despidos, objetivables y con todas las garantías jurídicas, por
comportamientos sancionables o por muy bajo rendimiento profesional. La idea es
que la Administración pública del futuro debería comportarse como una empresa
socialmente responsable con sus empleados. Sin paternalismos de carácter
político, corporativo o sindical pero si pactando con sus empleados que si
ellos actúan con profesionalidad y están abiertos a un continuo reciclaje
tienen asegurada una vinculación laboral de carácter permanente.
Fin de la temporalidad
La supresión de la temporalidad estructural: Un sistema
flexible y contingente de función pública debería dejar totalmente de lado la
temporalidad estructural de la que adolecen actualmente muchas administraciones
públicas. Los sistemas de selección, aunque meritocráticos, deberían ser muy
fluidos (ver capítulo 6) y ya no habría argumentos para justificar sistemas de precarización
artificial del empleo público.
La inevitable entrada en el sistema público del autoempleo: Finalmente,
la Administración pública no puede estar descontextualizada de la aparición de
nuevas formas de contratación, acordes con el auto empleo y la especialización
creciente. «No imagino a la administración pública contratando community
managers por oposición. De hecho, se trata de incorporar figuras que
no existen en la administración actual, por lo que el sistema tradicional no
bastará para la selección. Tampoco resultará adecuado el sistema de acceso
actual para valorar la capacidad de trabajar en equipos de alto rendimiento.
Nuevos perfiles, nuevas necesidades, nuevas realidades. El auto empleo parece
la tendencia, y la Administración no podrá mantenerse al margen.
El profesional cualificado no trabajará para un solo empleador. La
Administración tendrá que contratar profesionales muy cualificados de manera
puntual, sin vincularse a una relación a largo plazo» (Anson, 2017).
En este sentido, no consideramos que en el futuro la opción del auto empleo
pueda ser mayoritaria en Administración pública pero sí que debería estar
también presente para el desarrollo de proyectos concretos y esporádicos.
También puede ser una opción muy útil para organizaciones públicas diminutas
(ayuntamientos, algunos organismos autónomos, etc.) que pueden compartir entre
ellas a profesionales muy específicos y cualificados que opten por el auto
empleo.
Comunicado de Fedeca sobre la situación en Cataluña. La Federación de Asociaciones de Cuerpos Superiores de la
Administración Civil del Estado (Fedeca) subrayó el miércoles 11 de octubre su "firme
compromiso con la defensa del Estado de Derecho, con la Constitución en su
cúspide, y de toda la legalidad que emana de ella", además de su "inquebrantable
lealtad a todas las instituciones del Estado".
Excelente artículo.
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo.
Un saludo.
Carles Ramió siempre brillante.
EliminarPara mi, uno de los mayores expertos en gestión pública
Luis Barbado