lunes, 16 de octubre de 2017

Democratización y exhibición de la identidad nacional española

"El proceso de sustitución del nacionalismo español tradicional por otro democrático ha sido más exitoso y consensual de lo que podría parecer a primera vista"

Por Ignacio Molina. Blog Agenda Pública.- Aún no sabemos si estas semanas convulsas serán consideradas en el futuro como parteaguas de nuestra historia reciente. El relato independentista desea subrayar el 1 de octubre como hito en la ruptura entre una gran parte de la sociedad catalana y la idea de España.

Sin embargo, los acontecimientos recientes han sido más complejos y en muchos casos nada favorecedores de la narrativa soberanista. No sólo la huida empresarial o el rechazo europeo e internacional a la secesión unilateral forman también parte de este otoño caliente, sino otros desarrollos políticos visibles en la masiva manifestación del 8 de octubre en Barcelona, la profusión de rojigualdas en los balcones, la audiencia televisiva del discurso del Rey, o la celebración este jueves del Día Nacional.

La bandera nacional
Al margen del impacto de todo esto sobre el procés, surge ahora otra pregunta de fondo interesante: ¿Hasta qué punto estamos asistiendo a un punto crítico que cambie la relación, hasta ahora más bien complicada, que tienen los españoles con su identidad nacional y sus símbolos?

Una investigación del politólogo Jordi Muñoz mostró hace pocos años que el proceso de sustitución del nacionalismo español tradicional por otro democrático ha sido más exitoso y consensual de lo que podría parecer a primera vista. Al margen de las diferencias lógicas entre el modo en que las distintas sensibilidades ideológicas interpretan la nación, la mayor parte de las élites y en torno al 80% de los ciudadanos han ido convergiendo en un patriotismo de adhesión a la Constitución de 1978 y los principios allí consagrados (lo que incluye el reconocimiento de la pluralidad territorial interna aun sin cuestionar el carácter unitario de España).

Al menos hasta 2012, la normalización de los símbolos españoles en determinados ámbitos había avanzado mucho. Piénsese en cómo la inmensa mayoría de los ciudadanos los acepta en las celebraciones deportivas o en las instituciones. No obstante, si bien solo sectores marginales rechazan la bandera en un ayuntamiento o en un éxito de la selección de fútbol, lo cierto es que su exposición en actos políticos y sociales ha seguido siendo muy limitada. El motivo es doble.

El primero está conectado con residuos de connotación negativa que la misma idea de España sigue despertando entre sectores de la izquierda e incluso liberales. No es algo excepcional pues otros países con pasado dictatorial -como Alemania, Italia o Japón- también han experimentado esa incomodidad y, por consiguiente, un uso público comedido de cualquier alarde patriótico. La segunda limitación tiene que ver con la existencia de fuertes identidades alternativas en varias comunidades autónomas que han estado además gobernadas casi ininterrumpidamente por partidos nacionalistas. Tampoco es una particularidad exclusiva de España pues otras democracias –como Bélgica, Canadá o Reino Unido- experimentan una contestación similar a sus símbolos en partes de su territorio.

Pero lo que sí es característico de España es que la debilidad sea doble (ideológica y periférica) y, sobre todo, que en los últimos años ambas se hayan intensificado por la aparición casi simultánea de dos fenómenos políticos que cuestionan radicalmente el lento proceso de reconciliación con la bandera, el himno o el Día Nacional. Por un lado, la aparición de Podemos y su renuncia a la transición democrática como mito fundante de una identidad nacional democrática. Por el otro, y en contraste con lo que últimamente pasa en el País Vasco, la pretensión del nacionalismo catalán de rechazar e incluso expulsar del espacio público cualquier elemento que represente España.

Desafío 

La intensificación del desafío soberanista ha provocado en las últimas semanas una evidente reacción en toda España. Para un gran segmento de la ciudadanía (incluyendo, desde luego, los núcleos urbanos de Cataluña) la situación les anima a dejar de reprimir públicamente un orgullo en el que se combina la reivindicación constitucional con elementos más culturales como el idioma español o la historia común. En la medida que el conflicto siga siendo intenso, esta tendencia puede aumentar y consolidarse en sectores de la sociedad (jóvenes y progresistas) que, tras 40 años de democracia, no entienden la estigmatización de los símbolos de España. Si ese fuera el caso, no deja de ser paradójico que el independentismo haya contribuido a culminar el proceso de hacer atractiva la identidad nacional española hasta el punto de animar a exhibirla como nunca antes se había hecho.

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